Por Juan Astica, 2008

Lucía Sorans toma unos pigmentos, los humecta con aceite (y otros secretos), para dar consistencia a una materia que luego amasa meticulosa y pacientemente, y que finalmente será trasladada a la superficie de la tela o del papel a través de meditadas pinceladas. Así la pintora, entró en sintonía con su pulso de trabajo. El decisivo salto a la nueva superficie, lo resuelve con extraordinaria naturalidad ya que no comienza a pintar a partir de ese momento sino que estaba pintando desde hacia rato, solo que ahora despliega su gesto dentro de un territorio que está dispuesto a registrar con total fidelidad la descarga, sin importar si esta es un extraño y gracioso arabesco, un sinuoso y áspero traslado del pincel, un abigarrado agrupamiento rítmico, trazados rectos o curvos o cualquiera de los innumerables recursos con los que cuenta la artista para recorrer y conquistar el nuevo terreno. Ahora la superficie antes vacía la encontramos más o menos poblada. Pero nunca tanto como para dejar de percibir, cómo la extraordinaria quietud del plano, refleja la más o menos compleja trama que se fue desplegando. Violencia y tranquilidad se perciben dentro de un clima relajado nunca demasiado atiborrado ni demasiado vacío. El ilusorio espacio interior del cuadro actúa como un imán que atrae e invita a caer en el hipnótico vértigo de su interior. De pronto la pintora ve como la superficie se adueñó de sus pinceladas y en la simultánea evidencia de cómo ellas establecen su propio juego y arman su propio espacio-lugar, no le queda más que mirar extrañada esta incontrolable situación. A partir de ahí ella está casi en la misma situación que nosotros cuando nos encontramos por primera vez frente a uno de sus cuadros. Esta feliz, inquietante o extraña conjunción es posible gracias a que la imagen construida por Sorans, se encarga de no ocultar ninguna de las huellas que la llevaron a ese sorpresivo lugar. Cada pincelada es como un granito de arroz que fue dejando en el trayecto, para saber cómo retornar al lugar de origen. Este descarnado proceder (hay mucho de descarnado en las pinturas de Lucía), hace que el espacio imaginario de sus obras sea visceral, de manera que si nos dejamos atrapar por su vital circulación podemos (haciendo el camino inverso que ella), saltar a su paleta -tal vez más allá también- sin olvidarnos en ningún momento que estamos dentro de una pintura. Este camino de ida y vuelta lo podemos recorrer repetidas veces y de pronto descubrir que la sólida y a la vez vaporosa contextura de sus imágenes quizá se deba a que el clímax elegido por la artista para abandonar el trabajo, esté ubicado allí donde la cualidad de la imagen, se armó sin desconocer su origen, sin ocultar su pasión por pintar, sin dejar nunca de dar consistencia a lo que sí. 

JUAN ASTICA

La Pampa, abril de 2008