Por Eduardo Stupía, 2011

Con una vitalidad infatigable, y una capacidad de improvisación para la estructura del cuadro que no descuida los ritmos compositivos ni convierte en arbitraria la paleta, Lucia Sorans hace que sus pinturas se nos impongan instantáneas, irreflexivas, palpables, como si esa gestualidad tan evidente e irreverente que modula y descoyunta la superficie, y la transforma en un palpitante organismo vibratorio, proviniera de un rapto instintivo, primario, donde puede adivinarse a la artista físicamente lanzada a un combate inexorablemente desigual, aunque gozoso, que no encuentra ni propone sentido en ninguna estrategia, ni en ningún fin ulterior, sino en las alturas y derrumbes de la pelea por pintar.

Y se trata de una batalla singular, porque las armas de Sorans son al mismo tiempo sus contrincantes. Ella pertenece a la raza de las pintoras crudamente fácticas y experienciales, y cada pieza será el reflejo de lo que haya ocurrido en la volátil materialidad explícita de ese momento atemporal que hace que el cuadro sea menos un formato previamente mensurable que un hecho, un suceso cristalizado en objeto de la pintura como aparato y herramienta de la pura acción, cuyas leyes y lenguajes y estatutos poéticos, técnicos, líricos, se van construyendo en el modus operandi específico, sin mayores pausas, especulaciones, diseño o ponderación. Ese momento donde ¨pintar es imposible¨, como dice Jorge Pirozzi, pintor. 

Sorans no quiere ni puede ahorrarse nada, y se interna con su ardoroso equipamiento a explorar una geografía que tiene tanto de exceso como de eficacia en la segmentación y encastre fluido de los planos, en la turbulenta lógica de las pinceladas -por momentos proporcionadamente elegantes, por momentos distorsionadas hasta la incomodidad – según las dimensiones de la tela, y en el equilibrio tenso de las opciones tonales, donde las aristas mas lumínicas del color siempre parecen ecualizadas por un velo que regula el sistema y lo sostiene en íntima cohesión. A la vez, todo parece la manifestación multiforme de un voluptuoso maelstrÖm metido a la fuerza en un rectángulo, y hecho con piezas de un rompecabezas blando, a mitad de camino entre la geometrización colapsada por el ímpetu de una vorágine deconstructiva, y la energía de un combustible híbrido que intenta amalgamar potencias en pugna, tan cerca de una suerte de fauvismo iletrado, fuera de gozne, como de una hipotética versión primitiva del clásico expresionismo abstracto. La joven artista exhibe los imprescindibles recursos de un oficio que aprovecha sensatamente y también, por momentos, al límite, como si estuviera a punto de sucumbir ante la magnitud de la empresa, jugándose a lo menos aconsejable, dueña de una audacia sólo equiparable a su candor. Sin embargo, Sorans invariablemente sale airosa, no sólo porque, como sucede en la tradición de la action painting, confía en la paradójica precisión, misteriosamente matemática, de aquello fuera de control, sino, y fundamentalmente porque, con gran carácter y una sensibilidad a la intemperie, se decide a hacer el ejercicio, y nos pide que lo hagamos, de abandonarse a todo, de disimular toda referencia, todo saber presunto o eventual parentesco para que, frente a sus febriles telas, todo sea siempre ahora.